¡Cómo lo voy a olvidar! Fue un encuentro casual, muy casual. Al poco tiempo de estar en Cuba, empecé a presentar problemas con la tiroides, por el propio estrés del año de la clandestinidad, por el secuestro del avión; alguna huella tenía que dejar. Yo había ido al Fajardo a verme con mi endocrinólogo, Santiago Hung, y con Mateo, el jefe de Endocrinología en Cuba. Estaba en el lobby, un poco distraída, y no lo vi llegar. Fue en el elevador cuando me fijé en aquel hombre, que de repente me pregunta: ¿por qué te pintas el pelo, muchacha? —siempre he tenido canas. Lo único que atiné a contestar fue: Yo no me pinto el pelo, Comandante. Como se percató de que me había quedado como una tonta, parada como una estatua de sal —sucede con todo el mundo cuando se lo encuentra por primera vez, porque es la propia historia delante de ti, es impresionante—, le preguntó a Mateo: ¿qué tiene ella? ¿De qué nacionalidad es? Mi corazón latía a 200 revoluciones por segundo. Es brasileña y tiene problemas con la tiroides, respondió Mateo. Le empezó a explicar porque, como sabemos, Fidel todo lo pregunta, todo lo quiere saber: cuál es la medicina, cómo es el tratamiento... Es una pregunta ambulante. Y entonces finalmente dijo: Bueno, entonces cuídala, que los brasileños valen oro. ¡Ah, cará, para qué dijo eso! Yo no hablaba con nadie, ni quería que nadie me tocara. Me sentía como un lingote de oro puro.
Cuando hablas con él por primera vez todo se te olvida. Es como ver a Miguel Ángel Buonarroti haciendo el David o a Leonardo Da Vinci pintando. Se te doblarían las piernas, empezarías a temblar... Y luego, no te olvida.
Unos meses después lo volví a encontrar, y la primera pregunta que me hizo fue: ¿Estás bien de la tiroides? Los cubanos saben que él es así, pero cuando uno lo cuenta a otras personas, te miran como diciendo: está loca, está inventando. Hace como dos o tres años, en la presentación del libro La memoria donde ardía, de Miguel Bonasso, conversé otra vez con él: Comandante, ¿usted se acuerda de mi hijo? ¡Cómo me voy a olvidar de mi hijo brasileño! Y abrazó a Marcelo. Enseguida empezó a recordar la niñez de Marcelo, que es un hombre ya. Habló del día en que llegaron los niños chiquitos y él mandó a decir que sí, que los aceptaba como sus hijos y de la Revolución. Así fue cada vez que tuve la felicidad de verlo. Jamás se olvidó de mí. Nunca nos olvidó.