PUERTO DE CARENAS PARA MARILIA
No olvides que una vez tú fuiste sol.
Augusto Blanca
Las carenas eran las imprescindibles reparaciones que los navíos requerían después de sus largas travesías surcando los océanos. Las colosales aguas de entonces, además de hacerse interminables y de retorcerse según los azarosos humores de Poseidón, iban preñadas de monstruos marinos como el Kraken que, en sus extensas digestiones, aguardaba a los cosecheros de aromas para arrastrarlos a las profundidades. Pero de todas las apariciones marinas eran las sirenas las más temidas, ya que las mismas atraían con sus cantos a los incautos navegantes para abrazarlos, sorberlos y extinguirlos con ardientes exuberancias y humedades.
Háganse pues la idea de que a principios de los años 70 algunos trovadores cubanos eran bajeles que, a pesar de tener derrotero, fueron extraviados en numerosas ocasiones por toda suerte de aventuras, no pocas exentas de peligro. Por eso tras ser víctimas de batuqueos sin fin, un grupito de nosotros fuimos arrojados a una playa de la calle tercera entre 20 y 18, en Miramar, donde vivían devotamente dos amorosas sacerdotisas de la fraternidad, llamadas Berta y Miriam.
La última, en realidad, no se llamaba Miriam. Ese era el nombre que usaba para esconder su verdadera identidad, porque era fugitiva de un mundo fabuloso. Aquel mundo, para nosotros, siempre había sido fuente de sustancias divinas y ahora, gracias a los desmanes de guerreros traidores, se había convertido en una tiranía donde se luchaba valientemente por la libertad. Y resultaba que la hermana Miriam, que en realidad se llamaba Marilia, era una aguerrida heroína de aquellas batallas. Incluso por entonces ya era una celebridad, cosa que no sabíamos, por el temerario rapto de una nave en la que trasplantó a Eduardo y Marcello, sus hijos, hasta la isla de esperanza en que nos encontrábamos.
Mucho de lo que sabemos de Brasil lo debemos a Marilia. De sus comidas, de su música, de su lengua, de su risa, de su capacidad de ser hermano y compañero. La segunda vez que visité Angola, en noviembre de 1976, pude llevar algunos textos de canciones traducidos por ella al portugués. Jamás podré olvidar que gracias a Marilia pude hacerme entender en una región del mundo tan querida y necesitada como Angola. Así mismo recuerdo cuánto nos ayudó en aquella declaración de identidad con Brasil que hicimos en 1971, cantando la música de sus trovadores. Y cuánto nos sigue ayudando desde allá con su constancia, con su soporte amoroso del sol que es todavía.
Yo sé que para ella, y para Eduardo y Marcello, somos una verdadera segunda Patria. Y lo sé como se sabe el amor de familia, que no es ciego aunque siempre comprensivo y protector. Por eso empecé contando la necesidad que alguna vez tuve de sentirme abrigado y cómo encontré en Marilia el inequívoco gesto de amistad, el que nos siembra de humanidad y nos hace deudores. Por eso así me voy, sin dejarla, recordando que todos los que han trovado en todas las latitudes y en todos los tiempos, si no tuvieron, cuando menos necesitaron un puerto donde carenar. Por cierto y vaya casualidad, ese fue el primer nombre con que fue bautizada nuestra Habana: Puerto de Carenas.
Silvio Rodríguez